Mi experiencia en el confinamiento ha sido de segmentar la vida, el trabajo, la crianza, los estudios y a funcionar en el cuidado de mi hijo y la casa de forma completa en los momentos en que mi marido se va a trabajar. Cuando vuelve, me visto de profesional, para realizar la labor que ya por nueve años vengo ejerciendo como psicóloga.
Mi marido, que es mi única red de apoyo en la ciudad en la que vivo, se va a trabajar por cuatro días completos. Eso quiere decir que son cuatro días sin relevos en ninguna de las tareas de cuidado. Cuatro días sin ir al baño en paz, algunos días sin bañarme, noches en que “duermo” aplastada por mi hijo humano y la hija canina que, aunque no lo crean, también da su trabajo, cuatro días cocinando de un lado a otro, tratando de mantener algo de orden y dejándome no vencer en el intento.
Cuando mi marido vuelve, descanso de eso y me sumerjo en la historia de mis pacientes. Cierro la puerta de la oficina improvisada, antes habitación de mi hijo, y les doy espacio a ellas y ellos. Entremedio reviso algunos correos, tengo algunas salidas breves a corretear a mi hijo por el departamento y vuelvo a lo que me ocupa.
Todo condensado en cuatro días, cuando es una semana de las buenas, otras veces en dos días, donde casi no logro ni ponerme de pie. En esos días en que mi vida se enfoca en lo laboral, mi familia me pierde por completo o casi por completo, y me debo a mi labor.
Son días extraños. Por un lado extraño a mi compañero, su presencia, su ayuda cuando estoy en soledad sosteniendo la casa, los hijos. Y por otro lado, extraño a mi hijo y la vida familiar cuando estoy trabajando en casa, pero al mismo tiempo tan lejos de ellos. Se perdió la división física y toda esta segmentación descansa en nuestra mente, lo que puede ser francamente agotador.
Lo más desafiante de esto, son los momentos en que esos límites se trastocan, las cosas se mezclan y se invaden los espacios que tanto he cuidado para que se mantengan en orden. Los momentos en que debo cumplir con otras cosas paralelas al cuidado de mi hijo, como los días en que estudio para mi segundo año de Magíster, ese día fijo en la semana, que pase lo que pase, continúa con su exigencia y que lucha por el espacio con mi hijo.
Son esos días los que me hacen sentir un verdadero chicle tiroteado por dos fuerzas o más, porque a veces han sido 3 o 4 las que luchan por su espacio en mi vida, en mi atención y a los que siento no puedo responder bien, por más que me esfuerce.
Pero en este escenario desafiante, también tenemos cosas buenas, logro verlas y atesorarlas. He estado con mi hijo como antes, hemos recuperado la libre demanda de atención y mimos, como cuando era bebé.
Aprendí que puedo acomodar mi trabajo a las necesidades de mi familia, a las necesidades de mi hijo, a mis necesidades, porque no lo estaba haciendo y no me había dado cuenta.
Sé que estoy en una situación privilegiada, porque puedo estar en casa, lujo que muchos en nuestra desigual sociedad no tienen, tengo un techo y trabajo, pero esta pandemia nos afecta a todos y en ocasiones puede ser enloquecedor.
¿Cómo sobrellevar todo esto?
La solución para mi ha sido clara, bajé la exigencia (cosa que no pueden imaginarse como me cuesta bajar) y volví a terapia.
Ambas cosas las necesitaba para poder cuidar a mi hijo de la forma que se merece, con una madre que logre regularse afectivamente a pesar de esas presiones y porque necesito tener mis emociones afinadas, para ser de ayuda a las tantas personas que confían en mi.
Un día a la vez estoy avanzando, de la mejor forma que puedo y como leí en un meme por ahí: “Ténganme paciencia, es mi primera pandemia”.
Gabriela Ojeda Coquedano
Psicóloga Clínica
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