Había una vez, una mujer con varios hermanos hombres y todos más chicos que ella. Creció escuchando a sus padres que ella debía ser buena y dar el ejemplo a sus hermanos. Siempre le pidieron que ayudara a cuidarlos y que tenía que ayudar en la casa con labores domésticas. No así sus hermanos hombres. Si la mamá de María no estaba, era ella quien tenía que preparar la comida a su padre y a sus hermanos. Porque esos roles eran de mujeres.
Pasó el tiempo, María creció, se enamoró y se casó. ¡Pero stop! No vivió feliz para siempre y ahora les voy a contar por qué.
María tenía un trabajo normal, donde no ganaba bien para su profesión, no se sentía feliz en lo laboral, no se sentía valorada y no se desempeñaba en el área que más le gustaba de su carrera. Su equipo de trabajo estaba constituido con mujeres de distintas profesiones. Hasta que un día contrataron a un hombre de la misma profesión de María, tenía un par de años más que ella y ganaría tres veces más de lo que recibía María, por el mismo trabajo.
Por otro lado, en su casa era María quien llegaba a cocinar y mantener la casa en orden. ¿Su marido? Bueno, a veces “ayudaba” con algunas cosas, pero era ella quien siempre sabía qué partes de la casa estaban sucias, si había o no ropa por lavar/planchar y qué cosas había que comprar en el supermercado.
Finalmente, apoyada por su marido, renunció al trabajo y pudo dedicarse a su casa como quería, ya que todavía no lograban armarla completamente después del matrimonio.
El embarazo
Meses después de su renuncia quedó embarazada. María se sentía la mujer más feliz y plena del mundo. Sin embargo, esta felicidad se vió opacada por la reacción de su marido, quien no mostraba felicidad, se veía preocupado y decía que quería estar bien seguro, que la guagua estuviera firme antes de hacer planes.
María vivió un embarazo complicado. Se sintió muy mal físicamente, lo que la hizo replantearse su conservadora visión sobre el aborto. Y no porque ella quisiera abortar, sino porque sentía que no era justo que alguien que no deseaba un embarazo pasara por esa tortura.
Su hijo crecía sano y fuerte en los meses que pasaron. Sin embargo, el padre no cambiaba la actitud y se mantenía distante. Sin entender esta actitud, ella se consolaba pensando que todo cambiaría tras el nacimiento. Pero no fue así.
El día del parto, cuando comenzaron las contracciones, su marido se vistió con la ropa para ir a la oficina. “¿Qué estás haciendo?, hoy nace nuestro hijo y ¿tu pretendes ir a la oficina?” A lo que el respondió: – “Quizás no nace tan rápido y alcanzo a darme una vuelta”, contestó.
Una vez en el hospital nada fue como lo esperaba. Y es que María había planeado que tras el parto, pudieran estar solos los tres durante el primer día y solo estar acompañada por su madre. Sin embargo, su marido no sintonizó con esa idea. Buscaba cualquier excusa para no estar ahí con ella e incluso hizo pasar a su mamá a la sala de parto. Para suerte de María la matrona le explicó que ella no podía estar ahí.
Durante el doloroso trabajo de parto, María estuvo acompañada por su madre. Mientras su marido almorzaba con sus padres. Sin embargo, durante el parto logró ignorar la rabia que sentía contra él, para concentrarse en parir a su hijo, quien nació al segundo pujo.
Al llegar la noche, tal como lo habían acordado, María se quedó con su mamá y su marido se fue a su casa. Al día siguiente él fue a trabajar y María no podía entender por qué no se tomaba sus días de postnatal.
Maternidad en soledad
Una vez en casa, María debió quedarse sola con su guagua. Se sentía muy cansada y con muchos dolores. Pasaron los días y si bien el marido llegaba temprano a casa, María sentía que cada vez estaban más desconectados.
Aunque su bebé crecía sano, a su papá le costaba vincularse. A veces al llegar del trabajo decía, “estoy demasiado cansado voy a ver una serie y no tengo hambre”. Mientras María pensaba, “claro, como si yo estuviera super descansada”. Y es que su hijo sufría de alérgica alimentaria, lloraba mucho y solo se calmaba en brazos. Lo que implicaba que María no tuviera tiempo ni para almorzar o darse una ducha. A ratos sentía que ya no se podía su propio cuerpo.
A lo anterior, se sumaban los comentarios de su marido del tipo “te quedó bien fea la guata después del embarazo”.
María estaba mal, aguantó cosas y comentarios que no debía aguantar. Sentía que ya no podía más, a veces deseaba dormir para siempre, estaba agotada y decidió pedir ayuda.
La terapia
Fue así como comenzó una terapia psicológica. Y es que María se sentía mala mamá y mujer por no poder hacer lo que se esperaba de ella. La terapia fue su salvación. Si bien no fue mágica, comenzó a ver cosas que ella sentía que eran parte del pack “matrimonio y maternidad”, pero que en realidad, no tenían nada que ver.
Por ejemplo, un día le dijo al marido: – “Sabes que ya estoy chata, estoy cansada de hacer todo”. Y el contestó en un tono muy despectivo: – “Bueno, tomate unos días libres y me quedo yo con el bebé”. Pero María se enfureció, porque no era la solución tomarse uno o dos días, después de casi un año criando sola y haciéndose cargo de una casa.
Y es que no solo las madres solteras crían solas. Hay muchas madres, como María, que se sienten culpables o las hacen sentir culpables por no estar trabajando remuneradamente por estar con sus hijos, mientras sus parejas se preocupan, literalmente, solo de proveer económicamente. La diferencia está en que el hombre que sale a trabajar, conversa con gente, sale de la casa, sale a almorzar y tiene vida. Las mujeres como María comienzan a sentirse un poco presas y se les hace difícil ver una salida.
María se empezó a sentir mejor con la terapia. Sintió como de a poco iba recuperando su poder, su vida y tenía por fin la fuerza, las ganas y el ánimo para pelear por todo aquello que creía necesario y justo, para el bienestar de ella y de su hijo. A María no le importaba ser la “loca”, “cuática” o la “exagerada” cuando exigía ser tratada con el respeto que se merecía. María ya tenía claro lo que quería, cómo lo quería y qué cosas necesitaba.
La terapia salvó a María, ella recuperó el control de su vida, retomó su carrera profesional en el área que siempre le gustó. Además comenzó a leer y estudiar sobre feminismo. Comenzó a ser consciente del micromachismo que vivía diario y no solo por culpa de su marido, si no porque ella consideraba también que eran cosas normales.
Hoy María vive feliz y cree que será para siempre. Porque así lo decidió. Ahora se ama y se valora, y eso te cambia la vida, vibras en otra sintonía, donde gracias a esta actitud sientes que solo te pasan cosas buenas.
Esta es la historia de María. Pero probablemente muchas tenemos algo de María e incluso muchas viven una realidad mucho peor que la de María. Y es que esta historia ficticia refleja una realidad que no todas hablamos, porque no hay violencia física, pero hay maltrato psicológico.
Ayudemos a las “Marías” a abrir los ojos, tenemos que decirles que no están solas. Juntas vamos a cambiar el mundo por nosotras, por nuestras madres y abuelas, por nuestros hij@s y por todas aquellas mujeres que ya no están por culpa de un hombre. Nos vemos el 8 de marzo en las calles.
Anónimo.